sábado, 9 de mayo de 2020

Ni flores ni días robados



“Hace unos días me robé una planta porque me hacía acordar a la abuela. Era una de bolitas que ella tenía en la entrada de su casa”.

Este mensaje le mandé a mi madre a principios de julio de 2019 y estaba acompañado por unas fotos de la planta replantada en una maseta mía en mi cocina. Creo que le había contado que me habían dado ganas de escribir sobre la planta, o al menos la conexión que tenía conmigo y algunos recuerdos compartidos de la familia. Un poco quizás para justificar el hurto, calculo.

No lo terminé haciendo. Quizás porque uno está muy metido en la rutina. En lo que aprendimos a hacer para subsistir, lo que nos da recompensa tangible a corto plazo. Cosas que se hacen automáticamente, casi sin pensar, y que cubren esos espacios que olvidamos llenar con lo distinto, lo simbólico.

Y la planta se fue marchitando, perdiendo fuerza y color. Las bolitas ya no estaban y me creía un tonto por no coincidir más lo que podía ser mi escritura con su máximo esplendor.

Ahora no recuerdo bien qué hubiese escrito en ese momento. Aún así, siendo los primeros meses de 2020, yo seguía regándola. Casi como de costumbre. Finalmente el 26 de abril levanté la mirada y encontré las primeras bolitas y flores, y sus hojas más fuertes y de un verde que te dice que más viva no puede estar. El arrepentimiento por no aprovechar aquella época podía solucionarse de una manera. Esta es la manera.

La casa de mi abuela estaba repleta de plantas. De algunas me acuerdo, quizás porque eran mi principal víctima y la de mi espada de He-Man. Había calas, aloe vera, rudas que te deschababan cuando habías estado castigando a las plantas y aparecías por la puerta, además de otras tantas de diversas formas  y colores que no podría identificar. Entre ellas había una que sobresalía por la forma de sus extremidades, con bolitas de colores. No es sorpresa a esta altura de la historia que me detenga en ellas.

Acompañaban el camino hacia el parque, y me era muy difícil no explotar sus bolitas como chasquidos. La mayoría estaba en masetas sobre una mesa que nunca usamos de mesa, aunque había algunas debajo de la caída del rocío del porch. Cerca de unos sillones que nunca usamos de sillones –o al menos desde que tengo memoria-. Pienso en las veces que la vi de reojo sin la importancia que hoy le doy.

Abajo del departamento donde vivo en Buenos Aires, a apenas unos metros de la entrada, hay un árbol que estaba rodeado de esta planta. Cada vez que pasaba, dependiendo de la época del año, más fuerte era el recuerdo de las travesuras y las tardes en lo de mis abuelos, entre héroes y enemigos imaginarios, y plantas reales.

Hasta que un día -no sé qué habrá pasado por mi cabeza distinto al resto de los días- decidí sacar de raíz una de esas plantas, que a diferencia de otras tenía una motivación de puta madre (me agarraré de Fontanarrosa para dar a entender que no hay mejor forma de decir algo que diciéndolo de la manera en que debe decirse). El fin no podría ser malo, así que no sentí culpa. Un pibe de provincia que siempre vivió rodeado de plantas, árboles y verde, se detenía en unos pocos metros de pasto y barro de la cuadra para cometer un ilícito –asumiendo que quizás en algún código contravencional diga que esto no se puede hacer–.

Crecida la planta, y luego su declive, las preguntas eran: “¿por qué no escribí esa conexión en ese momento?”, “¿tuve que esperar a que se marchitara para darme cuenta que me estaba aportando un valor que no supe ver del todo?”, “¿tuvo que morir para darme cuenta lo que significaba?”. Hasta podría creer que la planta no hace más que proyectar sobre personas y que hasta es una excusa para referirme a mi abuela. Podría arrancar escribiendo y seguir por hojas, pero ahora amerita otras conexiones.

Yo tuve una planta de chico y con el tiempo aprendí a verla distinto. Es como cuando te dicen que al Principito lo tenés que leer en distintas etapas de la vida pero que todos sabemos que esto pasa con cualquier texto. 

Esta semana floreció y, sabiendo qué es lo que le depara, con los fuertes colores de sus frutos y su posible declive, la evidencia no hace más que empujarme a aprovecharla mientras sus primeras flores aparecen. Aprovechar esta sensación de extrañeza hacia uno y hacia el resto, hacia aquellos momentos de infante. ¿O acaso nadie no está pasando por la sensación de extrañar, de sentir nostalgia?

Quizás la planta y sus flores sean una excusa para mirarnos y recordar de no quedarnos más con las ganas de decir. Porque ya lo dice la palabra “nostalgia”, que esconde en su significado el de “regreso” y “dolor”. Y aunque duela pensarlo, hay cosas que no van a volver, salvo mi planta, que volvió a florecer para permitirme escribir que esta vez, más que frutos, me dio la posibilidad de ir una vez más al jardín de mi abuela.

Las dos fotos son actuales. 
Esperemos que cada año me siga llevando al jardín de la abuela.

viernes, 1 de mayo de 2020

Me cago en mis padres

Hoy es el día del trabajador y es suficiente disparador como para dedicarles unas palabras a mis viejos. Porque con el tiempo aprendí que dejar pasar momentos es una mochila pesada para cargar y un posible arrepentimiento en algún punto allá adelante.
Hasta hace un rato estaba haciendo un curso en inglés. Libreta y lapicera en mano, iba haciendo anotaciones. Como si hubiese sido de esas mañanas en las que había que ir a alguna conferencia de prensa y de repente el grabador se empacaba y tenías que darle duro y parejo a las anotaciones, de parado –nada de parado es cómodo-.

Cuando terminé un módulo me dispuse a hacer un repaso. Me di cuenta que mechaba entre castellano e inglés en una misma oración, pero que había algo mas en este acto. Entendía el inglés muy bien y eso se lo debía a mis viejos. ¿María Elena y Puchi hablan el idioma? No, pero se ocuparon de que yo lo hiciera. Se ocuparon de trabajar y romperse el culo para que sus hijos tuvieran la mejor educación (aunque a veces escriba como el ojete porque amerita y porque siempre voy a tener a Fontanarrosa para avalarme). Y me puse a pensar en las veces que me cagué en mis viejos.

En mis viejos me cagué las veces que me negrearon en trabajos, y que, por cuidar un “empleo” dentro de los medios me rebajé a los cuasi salarios. En mis viejos me cagué cuando no hice respetar mi espacio como comunicador (acá también me cagué en mí, pero más en la bancada de ellos). En mis viejos me cagué las veces que no dije les gracias. 

Estoy escribiendo vestido con una camiseta de Argentina de 1998 (todavía entra). Mi viejo nos compró una a cada uno de sus hijos (éramos dos de los cuatro que seríamos unos años más tarde) y aunque tenga que hacer el cálculo para comparar su precio con las de ahora, me acuerdo que cada una salió unos 80 pesos dólares. Creo que no estábamos holgados económicamente como años antes, pero sí sé que mierda que queríamos, mierda que teníamos (perdón, la frase me quedó de chico, pero el fin de las historias era tener la mierda).

En mis viejos me cagué la vez que no vi el esfuerzo que hacían por la mañana para ir a trabajar y que en ese momento no supe agradecer. Porque todo esto se trata de agradecer pero aún así no creo que pueda compensarlo ni un poco. Y aunque agradecer es un poco mirar para atrás y muchos estemos a tiempo, también tenemos que aprender de todo esto, al menos mientras estemos encerrados a merced de un virus. Aprender que la próxima vez que pongamos en juego nuestro bienestar un buen ejercicio puede ser poner en la balanza el esfuerzo de más que hicieron los que nos antecedieron en el árbol genealógico. Lo que dejaron pasar para que estemos donde estamos y para que no retrocedamos casilleros. Y si me voy un poco más atrás, la odisea de construir una vida desde la guerra, con otro idioma y cultura diferentes.

“Somos lo que somos porque venimos de donde venimos”, leí hoy en Facebook de parte de un excompañero, dueño de un más que respetable uso del idioma castellano. Por eso cuando salgamos vamos a tener que hacer corpóreo ese agradecimiento y reconocimiento para que las cosas no queden en un texto. Vamos a tener que empuñar la lanza con la fuerza que seguramente ellos pondrían para el bienestar de nosotros, sus hijos.

Así que el fin de la cuarentena seguramente vendrá también con la manifestación, en persona, de este agradecimiento. Hasta entonces, el título continuará en tiempo presente.

Se viene la Copa América 93. Aún no somos campeones pero tenemos las camisetas. 
Tampoco había virus. No, mi hermano y mi vieja no son orientales.

martes, 14 de abril de 2020

Inversión de ducha

Hoy mientras me bañaba me puse a pensar en lo que podría ser la previa a un encuentro. Cualquiera fuese el encuentro, pero esta vez con alguien a quien no vemos desde, por lo menos, un mes. 

En otro momento uno se habría bañado como lo estaba haciendo en ese momento y pensaría qué ponerse. Lo habría hecho bajo otras circunstancias. Las del antes. Las de todo lo anterior al reciente momento que giró la curva de la historia de cada ser pensante de este mundo. 

En ese mundo anterior hubiésemos creído que mejor ponerse una  camisa copada, o un pantalón más grueso porque de repente allá afuera está fresco. O al revés, según la ubicación en el globo. Habría pensado tanto en todo lo accesorio al encuentro. Pero de repente nos redescubrímos priorizando el momento más que todo lo que lo rodea. Es como esa especie de antivirus que te dice que hay un montón de cosas y aplicaciones y programas que no usás y que no necesitás. Que están ahí de adorno. Esta nueva actualización te dice que será mejor pensar en claro y descubrir que el tiempo que no pasamos en el encuentro es una inversión a reforzar esos lazos que hoy mantenemos mediante cámaras y telecomunicaciones. 

También pensé en cómo sería el primero de los partidos de fútbol con amigos. Esos con los que cada sábado bromeamos en el grupo de whatsapp imitando lo que vienen siendo cada sábado desde, ponele, hace más de una década. Que quién pagó la cancha, que otro informa en qué cancha nos toca jugar. Que “llego para el segundo” o “estoy a media máquina. Más de un tiempo no juego”. Todo para mantener la parte linda de aquella normalidad que supimos tener y que nada hará cambiar. Esa normalidad distinta a la del cómo vestir para un encuentro. Un encuentro que a partir del primer día que podamos salir, pueda ser, tenga más relevancia por el valor de los que nos rodean. 

Será mejor invertir el tiempo en ideas de una ducha que se presuma interminable por la ilusión de próximos encuentros y que anteceda al primero de los abrazos anhelados. 

Hasta mañana, que será un día más. Pero también uno menos. 

martes, 31 de marzo de 2020

La terapia primal 2.0, la antigua y la música en una tarde de cuarentena


La inmensa necesidad de materializar alguna de las tantas cosas e ideas que por la cuarentena deambulan por mi cabeza me llevó a abrir un documento de Word en blanco y llenarlo con algo que sea novedoso y, al mismo tiempo después del punto final, me encuentre medianamente satisfecho. Hasta ahora había sido el alcohol un recurso para mitigar esta tensión que repercutía en el cuerpo, como desconectando alguna función que me tenía en alerta y conciente de una parte que difícilmente podía controlar. Claro que el inconsciente no labura así, diciéndole qué no tiene que hacer ni pensar.

El disparador fue la aparición de un video, que luego descubrí que era de hace más de 3 años, pero que bien podría encajar en este presente de reclusión social obligatoria. Se trataba de Samsung y su dispositivo de realidad virtual Gear VR que se promocionaba como una alternativa para superar miedos y fobias. Pero así como no le podés decir al inconsciente que no actúe de cierta forma, una marca te está diciendo “be fearless” (no tengas miedo), paradójicamente, como si la lógica del mercado fuese distinta a la del sujeto.


El ejemplo era una persona con temor a las alturas que con los anteojos podía “vivir” de forma artificial la experiencia de estar en una montaña o un sitio de altura, aunque también ofrecía situaciones ficticias referidas al temor de hablar en público. Hoy esa podría ser un escape imaginario tras la puerta y las paredes que nos impiden salir para reducir el riesgo de contagio del coronavirus. Inmediatamente pensé que esto podría ser visto como de forma violenta. Pronto vendrían las respuestas a ese video, las opiniones de especialistas que lo tomaban como una solución a medias.

Es que recordé que cuando analizaba canciones, bandas y procesos creativos musicales surgieron unas que estaban vinculadas con lo que se llamó la Terapia Primal (o terapia del grito primal, etc –tiene otros nombres-) del estadounidense Arthur Janov popular en los 70 y que fue criticada desde la comunidad científica por su poca capacidad de demostración y por centrarse en los aspectos dolorosos reprimidos. Es que en la práctica, esta terapia consistía en la experimentación corporal, sensorial, de emociones causadas por sentimientos y pensamientos reprimidos. Es decir que si vos tenías miedo al agua, el sometimiento a permanecer involuntariamente bajo el mar o ser arrojado de un muelle, eran moneda corriente para esta práctica hasta entonces poco ortodoxa.

Suena malo, e insisto, violento (desde lo simbólico, principalmente), pero lo alternativo era un modo de ser y conocer por aquellos años, y la terapia del grito primal (Primal Scream, como se llamó el libro de Janov en los 70) eran un motor para lo que vendría en lo musical. John Lennon es uno de los más conocidos artistas que pusieron su cuerpo a experimentación para darle una vuelta de tuerca a la producción musical y compositiva. Fue luego de leer el libro de Janov junto a Yoko Ono, en un momento de crisis personal tras la separación de The Beatles. Semanas de angustia y llanto fueron el resultado de esta experimentación, que se vio materializado en el primer álbum de la dupla y en canciones como "Mother" (quizás la maduración de "Girl" de los 4 de Liverpool).


Pero volviendo a lo que representó en la música la terapia, otro de los ejemplos que se ven en lo más superficial pero que también permite un análisis más elevado es el nombre de la banda formada por Curt Smith y Roland Orzabal (dato al pasar: nieto de argentino), Tears for fears (lágrimas por miedos). Protagonistas del rock de los 80, admiraban a las terapias de Janov y adquirieron su nombre basándose en un capítulo del libro Prisioners of pain (Prisioneros del dolor) del psicólogo. De más está mencionar su vínculo con la canción “Shout” (grita) cuya letra invita a sacarlo todo, exteriorizarlo, como sugería la terapia primal.


La terapia también dejó sus huellas en la superficie de otros artistas, entre los que se destacan los escoceses Primal Scream.

Ok. Quedé algo satisfecho. Misión cumplida.